por Marcelo Torrez

Invertir en inteligencia”, la prédica de un médico

 Desde hace varios meses, por no decir años, el doctor Abel Albino recorre el país ofreciendo su ya famosa conferencia “Invertir en Inteligencia”. Albino habla ante centenares de personas que escuchan, atónitas y fascinadas, las reflexiones del médico que apuntan a tomar conciencia de la necesaria formulación de políticas de estado verdaderas para combatir no sólo la desnutrición, su especialidad, sino la ignorancia, la falta de educación y de formación para millones de chicos que serán, más temprano que tarde, quienes tomarán la posta del país que nosotros, la generación que protagoniza el actual momento, les dejará.

Su prédica, además, gira en torno a la tragedia de la marginalidad y de la pobreza en un país que tiene el potencial para dar de comer a 400 millones de personas y no puede alimentar debidamente a 40 millones.

“La riqueza de un país es su capital humano, y si ese capital está dañado, el país no tiene futuro”, afirma Albino desde el estrado, con tono amable y enfático a la vez. Su voz se hincha para acentuar algunos conceptos y se emociona, y emociona hasta las lágrimas y el estremecimiento escuchar su amor a esta tierra en la que, dice, fueron enterrados sus padres, sus abuelos y hasta quien era su esposa.

Pocos, como Albino, puede dar fe de haber pasado por este mundo dejando una estela imborrable y una marca de fuego tras el combate contra la marginalidad y la injusticia, cuando los gobiernos han contado y cuentan con todo a su alcance para distribuir la riqueza de manera más equitativa, en vez de utilizar en provecho propio o de su séquito por medio del clientelismo la voluntad de los más necesitados a quienes desechan una vez conseguido el objetivo de la perpetuación del poder.

“Quien no estudia –afirma Albino– o no quiere trabajar, quien no comprende saberes complejos, más que carente de autoestima o un vago, la mayoría de las veces es un desnutrido”, advierte el médico quien acompaña su conferencia de tono amable y coloquial munido de imágenes de chicos mendocinos y de otras regiones del país que estremecen, pero sobre todo avergüenzan a las personas de bien que lo escuchan.

Albino, al comienzo de su exposición, suele contar una anécdota que dice haber presenciado en el aeropuerto internacional de Buenos Aires. El médico describe la charla de dos amigas en donde una de ellas le cuenta a la otra lo orgullosa que se siente porque su hijo –un joven bien formado y culto, a quien llama Carlitos–, viva en París, ciudad en la que le va de maravillas. “¿Para qué va a venir a este país?”, cierra la frase la mujer.

Esa anécdota, como tantas que cada uno de nosotros puede llegar a tener a menudo, le sirve a Albino como disparador de un intento por hacer valer lo que tenemos, por valorarlo y pese a las penurias que se pasan por malas gobernaciones, gestiones deficientes, decisiones inconducentes e irresponsables, vale la pena comprometerse, además de involucrarse para sacarlo adelante.

“Cuando uno se come un sánguche de jamón o un huevo –relata Albino–, se puede sacar la conclusión de lo que quiero decir. La gallina aportó el huevo, y siguió su vida, mientras que el cerdo dejó su vida para que yo disfrute del jamón. La gallina sólo se involucró, mientras que el cerdo además de involucrarse, se comprometió”.

Según Albino, al país no lo queremos, porque no lo conocemos. Y suele cerrar sus alocuciones citando al Martín Fierro, a Alberdi, a Sarmiento y también en algunas hasta con frases de Evita Perón. Pero otras veces, el reconocido médico mendocino, famoso en buena parte del mundo, rescata un fragmento del Santos Vega, de Rafael Obligado….

La prenda del payador

El sol se oculta: inflamado

el horizonte fulgura,

y se extiende en la llanura

ligero estambre dorado.

Sopla el viento sosegado

y del inmenso circuito

no llega al alma otro grito

ni al corazón otro arrullo,

que un monótono murmullo,

que es la voz de lo infinito.

Santos Vega cruza el llano,

alta el ala del sombrero,

levantada del pampero

al impulso soberano.

Viste poncho americano,

suelto en ondas de su cuello

y chispeando en su cabello

y en el bronce de su frente,

Io cincela el sol poniente

con el último destello.

¿Dónde va? Vese distante

de un ombú la copa erguida,

como espiando la partida

de la luz agonizante.

Bajo la sombra gigante

de aquel árbol bienhechor,

su techo, que es un primor

de reluciente totora,

alza el rancho donde mora

la prenda del payador.

Ella, en el tronco sentada

meditabunda le espera,

y en su negra cabellera

hunde la mano rosada.

Le ve venir: su mirada,

más que la tarde, serena,

se cierra entonces sin pena,

porque es todo su embeleso

que él la despierte de un beso

dado en su frente morena.

No bien llega, el labio amado

toca la frente querida,

y vuela un soplo de vida

por el ramaje callado...

Un ¡ay! apenas lanzado,

como susurro de palma

gira en la atmósfera en calma;

y ella, fingiéndole enojos,

alza a su dueño unos ojos

que son dos besos del alma.

Cerró la noche. Un momento

quedó la Pampa en reposo,

cuando un rasgueo armonioso

pobló de notas el viento.

Luego, en el dulce instrumento

vibró una endecha de amor,

y, en el hombro del cantor,

llena de amante tristeza,

ella dobló la cabeza

para escucharlo mejor.

"Yo soy la nube lejana

(Vega en su canto decía)

que con la noche sombría

huye al venir la mañana;

soy la luz que en tu ventana

filtra en manojos la luna;

la que de niña, en la cuna,

abrió tus ojos risueños;

la que dibuja tus sueños

en la desierta laguna.

"Yo soy la música vaga

que en los confines se escucha.

esa armonía que lucha

con el silencio, y se apaga;

el aire tibio que halaga

con su incesante volar,

que del ombú, vacilar

hace la copa bizarra,

¡y la doliente guitarra

que suele hacerte llorar!"...

Leve rumor de un gemido,

de una caricia llorosa,

hendió la sombra medrosa,

crujió en el árbol dormido.

Después, el ronco estallido

de rotas cuerdas se oyó;

un remolino pasó

batiendo el rancho cercano;

y en el circuito del llano

todo en silencio quedó.

Luego, inflamando el vacío,

se levantó la alborada,

con esa blanca mirada

que hace chispear el rocío.

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