La riqueza de un país es su capital humano, y si ese capital está dañado, el país no tiene futuro, afirma Albino desde el estrado, con tono amable y enfático a la vez. Su voz se hincha para acentuar algunos conceptos y se emociona, y emociona hasta las lágrimas y el estremecimiento escuchar su amor a esta tierra en la que, dice, fueron enterrados sus padres, sus abuelos y hasta quien era su esposa.
Pocos, como Albino, puede dar fe de haber pasado por este mundo dejando una estela imborrable y una marca de fuego tras el combate contra la marginalidad y la injusticia, cuando los gobiernos han contado y cuentan con todo a su alcance para distribuir la riqueza de manera más equitativa, en vez de utilizar en provecho propio o de su séquito por medio del clientelismo la voluntad de los más necesitados a quienes desechan una vez conseguido el objetivo de la perpetuación del poder.
Quien no estudia afirma Albino o no quiere trabajar, quien no comprende saberes complejos, más que carente de autoestima o un vago, la mayoría de las veces es un desnutrido, advierte el médico quien acompaña su conferencia de tono amable y coloquial munido de imágenes de chicos mendocinos y de otras regiones del país que estremecen, pero sobre todo avergüenzan a las personas de bien que lo escuchan.
Albino, al comienzo de su exposición, suele contar una anécdota que dice haber presenciado en el aeropuerto internacional de Buenos Aires. El médico describe la charla de dos amigas en donde una de ellas le cuenta a la otra lo orgullosa que se siente porque su hijo un joven bien formado y culto, a quien llama Carlitos, viva en París, ciudad en la que le va de maravillas. ¿Para qué va a venir a este país?, cierra la frase la mujer.
Esa anécdota, como tantas que cada uno de nosotros puede llegar a tener a menudo, le sirve a Albino como disparador de un intento por hacer valer lo que tenemos, por valorarlo y pese a las penurias que se pasan por malas gobernaciones, gestiones deficientes, decisiones inconducentes e irresponsables, vale la pena comprometerse, además de involucrarse para sacarlo adelante.
Cuando uno se come un sánguche de jamón o un huevo relata Albino, se puede sacar la conclusión de lo que quiero decir. La gallina aportó el huevo, y siguió su vida, mientras que el cerdo dejó su vida para que yo disfrute del jamón. La gallina sólo se involucró, mientras que el cerdo además de involucrarse, se comprometió.
Según Albino, al país no lo queremos, porque no lo conocemos. Y suele cerrar sus alocuciones citando al Martín Fierro, a Alberdi, a Sarmiento y también en algunas hasta con frases de Evita Perón. Pero otras veces, el reconocido médico mendocino, famoso en buena parte del mundo, rescata un fragmento del Santos Vega, de Rafael Obligado
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La prenda del payador
El sol se oculta: inflamado
el horizonte fulgura,
y se extiende en la llanura
ligero estambre dorado.
Sopla el viento sosegado
y del inmenso circuito
no llega al alma otro grito
ni al corazón otro arrullo,
que un monótono murmullo,
que es la voz de lo infinito.
Santos Vega cruza el llano,
alta el ala del sombrero,
levantada del pampero
al impulso soberano.
Viste poncho americano,
suelto en ondas de su cuello
y chispeando en su cabello
y en el bronce de su frente,
Io cincela el sol poniente
con el último destello.
¿Dónde va? Vese distante
de un ombú la copa erguida,
como espiando la partida
de la luz agonizante.
Bajo la sombra gigante
de aquel árbol bienhechor,
su techo, que es un primor
de reluciente totora,
alza el rancho donde mora
la prenda del payador.
Ella, en el tronco sentada
meditabunda le espera,
y en su negra cabellera
hunde la mano rosada.
Le ve venir: su mirada,
más que la tarde, serena,
se cierra entonces sin pena,
porque es todo su embeleso
que él la despierte de un beso
dado en su frente morena.
No bien llega, el labio amado
toca la frente querida,
y vuela un soplo de vida
por el ramaje callado...
Un ¡ay! apenas lanzado,
como susurro de palma
gira en la atmósfera en calma;
y ella, fingiéndole enojos,
alza a su dueño unos ojos
que son dos besos del alma.
Cerró la noche. Un momento
quedó la Pampa en reposo,
cuando un rasgueo armonioso
pobló de notas el viento.
Luego, en el dulce instrumento
vibró una endecha de amor,
y, en el hombro del cantor,
llena de amante tristeza,
ella dobló la cabeza
para escucharlo mejor.
"Yo soy la nube lejana
(Vega en su canto decía)
que con la noche sombría
huye al venir la mañana;
soy la luz que en tu ventana
filtra en manojos la luna;
la que de niña, en la cuna,
abrió tus ojos risueños;
la que dibuja tus sueños
en la desierta laguna.
"Yo soy la música vaga
que en los confines se escucha.
esa armonía que lucha
con el silencio, y se apaga;
el aire tibio que halaga
con su incesante volar,
que del ombú, vacilar
hace la copa bizarra,
¡y la doliente guitarra
que suele hacerte llorar!"...
Leve rumor de un gemido,
de una caricia llorosa,
hendió la sombra medrosa,
crujió en el árbol dormido.
Después, el ronco estallido
de rotas cuerdas se oyó;
un remolino pasó
batiendo el rancho cercano;
y en el circuito del llano
todo en silencio quedó.
Luego, inflamando el vacío,
se levantó la alborada,
con esa blanca mirada
que hace chispear el rocío.